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La memoria de los 'niños de la guerra'

Abre en Zaragoza una exposición sobre los menores exiliados mientras sus padres luchaban

JUAN CRUZ  -  Madrid

 

Recorre España una experiencia escalofriante: la de los niños de la guerra, los que se fueron al exilio mientras sus padres batallaban entre 1936 y 1939. Esa exposición, organizada por la Fundación Pablo Iglesias y la Fundación Largo Caballero, se abrió en 2003 en Bilbao, de donde salieron más niños afectados por la contienda, y ha seguido la ruta de algunos de los lugares de los que salieron muchas de las 32.000 criaturas que buscaron en otros lugares del mundo el calor que aquí se les había interrumpido. Tras verse en Barcelona, Salamanca, Sevilla, Badajoz, Valencia y Gijón, hoy se abre la exposición en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, y el 23 de mayo la exposición Los niños del exilio se podrá ver durante un mes en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.

"Son pequeños, morenos, personitas de pelo lacio y negro y ojos expresivos y felices. Les encanta bailar y cantar... Es imposible no quererlos". Algunos niños de la guerra que fueron del País Vasco a Inglaterra no habían podido ser repatriados al término de la Guerra Civil; y ése fue el reclamo con que incitaba a su adopción la institución británica que los había acogido.

"Es imposible no quererlos". Testimonios así, en los que el escalofrío se junta a la ternura, festonean esta exposición excepcional, a la que acompaña un catálogo en el que distintos historiadores y especialistas ponen en perspectiva aquel drama, que aún hoy trata de restañarse con una legislación que quiere restituir a esos niños, que ya son ancianos, el afecto que tuvieron suspendido en años decisivos de sus vidas.

En la exposición Exilio, que organizó a solas en 2002 la Fundación Pablo Iglesias, había un objeto singular, una cuna que sobrevivió a la tragedia del exilio y que sirvió de habitación a uno de esos niños de la guerra. Como si saliera de esa cuna, esta nueva exposición trata de recuperar objetos, fotografías y testimonios que el paso del tiempo no ha desprovisto de dramatismo. Acaso estos versos de uno de aquellos niños, Fabio Morábito, reflejan el tamaño de la ausencia: "Mi verdadero lujo / es este: haber nacido / donde no he de volver jamás".

Y una confesión de uno de aquellos transterrados, el novelista Miguel Salabert, explica la primera impresión de aquel despojo: "Las primeras noticias que tuve de los hombres fueron las bombas". Y la también novelista Josefina Aldecoa, la autora de Los niños de la guerra, hace así la crónica de aquel instante: "De pronto, una mañana estalló la catástrofe. El mundo se desplomó. Todo comenzó a derrumbarse a nuestro alrededor y los niños asistimos despavoridos al final de nuestra infancia".

La evacuación de los niños se inició sobre todo a partir de los bombardeos de Gernika y de Durango; además de la URSS, que es el lugar que siempre se cita como si hubiera sido el único sitio al que se destinó esta diáspora, países como Bélgica, Francia, Inglaterra, Suiza y Dinamarca se aprestaron a recibir a los niños amenazados, muchos de los cuales acudieron acompañados por instructores, y fueron recibidos, en muchos sitios, por cuáqueros. Uno de aquellos instructores fue Luis Portillo, exquisito profesor vasco que a pesar de la penuria en la que hubo de vivir siempre acudía a sus obligaciones con su único pantalón de dril planchado meticulosamente. Años después, Portillo sería el padre de Michael Portillo, ministro conservador británico... México, presidido entonces por Lázaro Cárdenas, abrió sus brazos a una emigración infantil que desató años después esta reflexión a uno de aquellos niños, el poeta Luis Rius: "Era demasiado temprano para que al llegar a México fuéramos ya, como nuestros padres, españoles; y demasiado tarde para poder ser mexicanos".

Eran "personitas" a las que no había más remedio que querer, pero sufrieron episodios gravísimos de desarraigo y de desafecto, e incluso protagonizaron algaradas, en México y en Inglaterra sobre todo, como consecuencia de la rabia que les produjo un viaje tan indeseado. Uno de los testimonios más categóricos en este sentido está recogido en el catálogo y es de Macrina García, que comenzó su peregrinaje en la URSS: "Nos fastidió toda la vida. Toda la vida de niños pensando en España, que éramos españoles... (...) Nosotros siempre fuimos distintos en todos los lados, para los rusos toda la vida fuimos españoles; para los españoles, cuando íbamos, éramos los rusos; para los cubanos, hispanosoviéticos; ahora vamos a España y somos los cubanos".

Alfonso Guerra, presidente de la Fundación Pablo Iglesias, desgrana como símbolos algunos de los objetos que están en la muestra como metáforas de aquel desarraigo: las canicas con las que algunos de aquellos niños jugaron por última vez en su país; la aguja que guardaba una niña porque fue la que hizo su madre con las púas de una alambrada; cartas de parientes que nunca se vieron de nuevo; muñecos de trapo; carteles extraordinarios... Y entre esos carteles se ve uno que el mismo Guerra le señaló al lehendakari Ibarretxe cuando los dos veían la exposición en Bilbao: es un local de Londres, y los niños de la guerra habían escrito, para un acto de 1942: "Gora Euskadi Askatuta - Viva España".

Guerra, que ha hablado con incontables niños de la guerra, resume así ahora el sentimiento que les domina: "Ningún resentimiento. España les emociona, es gente muy positiva a la hora de enjuiciar a su país, son unos grandes sentimentales". La muestra, dice, es una reparación y una advertencia: "Muchos niños hoy en el mundo son también niños de la guerra". A ello dedica un capítulo Manu Leguineche en el catálogo de la exposición, y abre su texto con unos versos de un niño de la guerra en Palestina: "Sonríe, padre, / dame la mano. En las claras aguas del Jordán / lavemos la sangre / que ha corrido en vano. / Estoy cansado de llorar, padre".

Es imposible no quererlos.

*Fuente: El País, 7 de marzo de 2005