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Altamira, una deuda de Asturias

XUAN CÁNDANO

«Tierras y hombres de Asturias», una de las últimas obras de Rafael Altamira, acaba de ser felizmente reeditada, y el martes fue presentada en Oviedo. Quien fuera uno de los más destacados intelectuales españoles de la primera mitad del siglo XX muestra en esta recopilación de escritos la gran pasión que sintió por Asturias, sobre la que reflexiona y a la que describe con enorme belleza y meticulosidad. Este texto es un extracto de la introducción del libro
«Tierras y hombres de Asturias» fue editado en México en 1949, dos años antes de la muerte de Rafael Altamira, por la revista «Norte» del poeta asturiano Alfonso Camín, que compartía el exilio en el país azteca con el que, para Pedro Laín Entralgo, fue el más destacado intelectual español de su época. Fundamentalmente es una recopilación de los escritos que a lo largo de su apasionante vida dedicó Altamira a Asturias, una tierra que consideraba tan suya como el Alicante natal. La mayoría habían sido redactados antes de su salida de España durante la guerra civil. Por ello, y por las condiciones en las que el ya octogenario profesor lo preparó, con sus archivos y bibliotecas dispersos en España y Holanda o desaparecidos, el libro se presenta de manera un tanto desorganizada, incluso caótica, pero destila una sensibilidad humanística y una carga emocional que lo convierten en un texto fundamental en la amplísima bibliografía del «maestro de maestros», como lo definió uno de sus discípulos, el historiador mexicano Silvio Zabala.

Profesor, pedagogo, jurista, historiador y escritor, entre otras múltiples actividades, Altamira fue una figura intelectual de fama mundial, reconocida y admirada en Europa y América por la altura y el rigor de su magisterio, sus publicaciones y sus conferencias. Trabajador infatigable y minucioso detallista, no cesó en toda su vida de escribir a diario todo tipo de observaciones, cotidianas e intelectuales. La obra de Altamira es enorme y casi no excluyó ningún campo del saber, aunque destacó como historiador, jurista y literato. Pero en «Tierras y hombres de Asturias» aparece el Altamira más humano, que plasma en un emotivo texto todo el amor y la admiración por la naturaleza, la humanidad y el pueblo asturiano que mantuvo hasta su último aliento aquel pionero del pacifismo al que la guerra española y la II Guerra Mundial condenaron al destierro, disgregando a su familia y oscureciendo públicamente su figura.

(...) En Oviedo se estableció en un piso de la calle Campomanes y en Muros compró un hermoso y amplio chalé en San Esteban de Pravia, el puerto del concejo. Lo adquirió al marqués de Muros, cuando las pleamares cantábricas morían frente a su entrada principal, porque el puerto moderno aún no había sido construido y su chalé, todavía en pie, era una idílica atalaya en la ría más majestuosa de Asturias. Allí pasaba los veranos Altamira con su familia, incluso después de su regreso a Madrid en 1910. No faltó a su cita estival hasta 1934, cuando la revolución asturiana, que supuso el fracaso de sus ideas institucionalistas destinadas a abortar la latente violencia de la clase obrera a través de la educación, le alejó para siempre de Asturias.
(...) En Oviedo se casó Altamira con la leonesa Pilar Redondo y nacieron sus tres hijos, Rafael, Pilar y Nela. Joven y en plenitud de sus facultades físicas e intelectuales, aquí pasó probablemente la etapa más fructífera de su carrera y escribió una veintena de libros sobre historia, literatura, política, psicología, pedagogía, derecho, hispanismo, legislación indiana, relaciones internacionales o regeneración de España, el tema de su histórico discurso de apertura del curso del inolvidable año de 1898, con el que comenzó en aquella pequeña universidad la inmensa obra de la Extensión Universitaria. Destaca entre estas publicaciones la «Historia de España y de la civilización española», «considerada de forma unánime una de las cumbres de la historiografía española del siglo XX», en palabras de su biógrafo Rafael Asín, el historiador al que se debe en gran parte la recuperación de la figura y los archivos de Altamira. Políglota y de pluma fácil, en su estancia asturiana -la más dilatada de su biografía, si tenemos en cuenta sus tres décadas de largos veraneos en San Esteban- también escribió novelas, cuentos, artículos, traducciones del inglés, francés, alemán, portugués y catalán. Entonces, con poco más de 30 años, ya era una figura internacional y el mejor orador de España, según Adolfo Posada. Debió de ser la más feliz de sus etapas biográficas, tanto en el ámbito académico, con sus compañeros institucionalistas del Grupo de Oviedo, como en el familiar.
No son de extrañar por ello el amor y la pasión de Altamira por Asturias, que ya quisieran atesorar muchos de los nacidos en ella. Este libro, publicado en México cuando ya presentía la muerte y había perdido la esperanza de volver a su patria, es una prueba terrible de ello. El cariño de Altamira a Asturias no era sólo emotividad o fascinación por su naturaleza, sino esa identificación humanística de un historiador que reconoce en un pueblo las inequívocas huellas de un pasado destacable. En un discurso pronunciado en Cuba el 8 de marzo de 1910, en el Centro Asturiano, Altamira recomendaba a su auditorio repasar el pasado y descubrir en el pueblo asturiano «la idealidad más desinteresada que representa la historia de España en los tiempos modernos», con cita expresa a Campomanes, Campillo y Jovellanos.

El autor de «La psicología del pueblo español» tenía al pueblo asturiano por «fructífero e inteligente», observando atentamente todas las manifestaciones de su carácter y su cultura, con las que tanto se identificaba. El humor de los asturianos lo consideraba «parecido al del pueblo valenciano», comparando incluso sus hablas autóctonas, cuya conservación defendía.
(...)Fue por tanto Altamira un asturianista, aunque su amor por la que consideraba su segunda patria no se haya visto del todo correspondido. Perviven aún los ecos en la vieja Universidad de Oviedo de la leyenda negra del sabio alicantino, según la cual utilizó el prestigio y la popularidad que le dio su presencia en aquel claustro irrepetible como eficaz palanca de ascensión social, profesional y académica. Eso escribió en sus «Fragmentos de mis memorias» Adolfo Posada, opinión que cimentó esas sombras que aún perduran sobre la figura de su compañero, con quien compartía sus ideas progresistas y su simpatía por el movimiento obrero. El profesor de Derecho Político reconoce los méritos de Altamira, conferenciante magistral (...) y auténtico profesor que no tomaba su cátedra como una sinecura, sino como el eje central de su vida.
Pero también critica su ambición y sus supuestos intereses ocultos, acusándolo de convertir la Universidad de Oviedo «en escalón».
Se fue diferenciando del pequeño grupo -le reprocha Posada- entendiendo que no podía sentirse a gusto en la modestísima actitud de sus colegas.
Su regreso a Madrid en 1910 como primer director general de Primera Enseñanza avalaría esta tesis, pero paradójicamente el mismo destino para diferentes cargos siguieron hasta la capital de España el propio Posada, Adolfo Buylla, Melquíades Álvarez y Félix Aramburu, entre los profesores asturianos del Grupo de Oviedo, por no citar a otros muchos cerebros periféricos que optaron por ampliar sus metas, una tendencia natural que se mantiene entre la «inteligencia asturiana».

No es descabellado vincular también esta acusación a la enorme proyección internacional de Altamira tras su viaje a América entre junio de 1909 y marzo de 1910, como representante de la Universidad de Oviedo en su tercer centenario. Si fue difícil sobrevivir a aquellos quince meses de homenajes, comidas, conferencias y actos públicos, que tuvieron a su regreso prolongación en Oviedo, Alicante, Madrid y otras ciudades españolas, más difícil le debió resultar sobreponerse a las envidias del éxito. Aquella aventura fue todo un acontecimiento académico, cultural e incluso político y diplomático, porque fue la primera visita oficial española a Cuba tras la guerra de independencia, con un Altamira ejerciendo la difícil misión de cerrar heridas. A la vuelta explicó sus gestiones en Madrid al rey Alfonso XIII.

El único compromiso político que sostuvo Altamira fue breve, y muy influido por su posición a favor de los aliados en la I Guerra Mundial, al afiliarse al Partido Liberal de Romanones, por el que fue senador por Valencia en 1916. Aquella militancia le llevó a la dirección del periódico «La Justicia», adonde llevó a trabajar a Juan Ochoa y a otro escritor muy vinculado con Asturias, Tomás Carretero. Allí quiso hacer de aquella publicación un periódico que defendiese, honradamente, sus ideales; pero que fuese, al propio tiempo, un órgano de cultura para todos los hombres, incluso para los que no pensaban como nosotros.

Radicalmente independiente frente a los intereses partidistas, con excesiva altura moral para transigir con las miserias de la actividad pública y con inequívoca vocación para la docencia, fácil resulta entender lo efímero del paso de Altamira por la política activa y su satisfacción pública, más tarde, por «haberme desenredado de ella».

No fue otra cosa Altamira en toda su vida, según sus propias palabras, que un «liberal clásico». Pero un liberal republicano. Su presencia desde 1921 en el Tribunal de Justicia Internacional de La Haya como juez permanente impidió su participación activa y su compromiso público en los vertiginosos aconteceres históricos de su patria, pero no se explica el regreso de la República y las audaces reformas modernizadoras iniciadas entonces sin la tarea regeneradora de Rafael Altamira y el resto de los intelectuales forjados en la Institución Libre de Enseñanza. A la caída de la monarquía, en 1931, llegó a ser propuesto por Manuel Azaña como presidente de la II República, pero el cargo recayó finalmente en Niceto Alcalá-Zamora.

Tras estallar la guerra civil, a finales de agosto de 1936, Altamira logró salir de España con permiso de la junta militar franquista de Burgos, para incorporarse a su trabajo como juez en el Tribunal Internacional de La Haya. La invasión nazi de Holanda en 1940 le obliga a refugiarse con su familia en Bayona (Francia). Allí, muy cerca de la frontera de su país, destrozado por la guerra cainita, acosado por la barbarie nazi que asolaba Europa, con sus libros, documentos y materiales de trabajo destruidos o dispersos por el mundo y sin sustento económico, comienza a aflorar el desamparo y el sentimiento de derrota en aquel hombre optimista que siempre había confiado en la condición humana y los avances de la historia. El mundo y los ideales por los que había luchado uno de los pensadores más prestigiosos de su época se ahogaban en un baño de sangre a su alrededor. Muy cerca de su residencia de Bayona, en Montauban, padecía aún mayor amargura su amigo Manuel Azaña, y Altamira hizo que su hija pequeña Nela y su marido, el doctor Acosta, cuidaran al presidente republicano en sus últimas semanas de vida. «Rafael Altamira no logra salir de Bayona, donde casi está muriendo de hambre», tituló un periódico entonces.
Amigos e intelectuales, sobre todo de América, donde era doctor honoris causa por numerosas universidades, se movilizan para rescatar al maestro, amargado y enfermo. Con la ayuda fundamental de la República Argentina, lograron trasladarlo en 1944 a Lisboa, atravesando España por carretera con permiso del régimen franquista. Meses después emprende un viaje a Estados Unidos para impartir varios cursos en la universidad neoyorquina de Columbia, aunque su destino definitivo sería México.
Desde 1945 hasta su muerte seis años más tarde, cuando contaba 85, Altamira viviría en la capital del país azteca con su esposa y sus dos hijas. Al permanecer su hijo Rafael en Madrid, Altamira sólo llegó a conocer a la primera de sus tres nietas españolas. Era uno más de los acogidos por la generosidad del presidente Cárdenas, pero también uno de los más admirados en aquel exilio dorado de científicos, escritores, filósofos, historiadores e intelectuales españoles. El anciano profesor era todo eso y mucho más, porque representaba la dignidad y la honradez inquebrantable de aquellas generaciones irrepetibles de españoles brillantes que sacrificaron su vida por la modernización, la democratización y la justicia en su país, sin más recompensa que el sufrimiento, el destierro y el olvido.

En México, Altamira siguió trabajando, escribiendo, publicando e impartiendo cursos mientras su salud se lo permitió, prácticamente hasta el último aliento. Recibió homenajes, reconocimientos y múltiples visitas, entre ellas de embajadores oficiosos del franquismo que le intentaron convencer de su regreso a España, algo que hubiera agradado al dictador para legitimarse internacionalmente. En contraste con otros intelectuales republicanos, no transigió jamás, porque consideraba al franquismo un régimen ilegal impuesto con la sangre de sus compatriotas, aunque durante la guerra civil no dudó en condenar los asesinatos en ambos bandos. El precio personal y humano que le supuso tal firmeza moral tuvo que ser inmenso. Al finalizar la II Guerra Mundial, la posibilidad de la restauración democrática en España hizo albergar esperanzas de regresar a la patria a los exiliados, e Indalecio Prieto, que sentía veneración por Altamira y fue asiduo visitante suyo en México, lo propuso como presidente del Consejo de Regencia previsto para ello.
Emociona pensar en aquel anciano inquebrantable dedicando a Asturias y sus gentes uno de sus últimos libros, editado en 1949 en México por la revista «Norte», del poeta asturiano Alfonso Camín, con los errores típicos de un trabajo en el que la memoria y el sentimiento sustituyeron a archivos y documentos perdidos. Imposible no descubrir esta tierra bajo esas líneas. Difícil encontrar palabras tan bellas y descriptivas «de las maravillosas hermosuras naturales de aquel país astur» como las que forman este libro, que por vez primera se publica en España.

Rafael Altamira estuvo dos veces nominado al premio Nobel de Literatura y cinco al de la Paz, por numerosas instituciones, universidades y personalidades de todo el mundo. Cuando se daba por seguro el galardón por sus méritos, en 1951, le sorprendió la muerte en vísperas del fallo. La humanidad tiene una deuda histórica con uno de sus más destacados historiadores. La de Asturias debería empezar a saldarse con la publicación de este libro.

*Fuente : La Nueva España, 30 de junio de 2005