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Galones que sentaron cátedra

Reportaje de Felipe Villegas

Ha querido el azar que Jaume Claret Miranda, investigador de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, leyese su tesis doctoral a comienzos de año, justo cuando la Universidad de Sevilla conmemora el V Centenario de su fundación. En paralelo a la revisión oficial planteada desde el Rectorado, que pasa de puntillas por aquellos capítulos teñidos de oscuro (salvo somera mención en la publicación conmemorativa), Claret exponía entonces un estudio que analiza con nombres y apellidos, sin más filia ni fobia que el del dato en su contexto, los efectos de la represión franquista sobre la universidad española a resultas del estallido nacional.

El volumen, un filón hasta ahora convenientemente orillado –"muchas de las obras que hubieran tenido que mencionar lo ocurrido lo obviaban", critica el autor–, ha sido requerido por la editorial Crítica, que lo publicará en español (la versión original está en catalán). Se titulará El atroz desmoche en recuerdo a la frase con que Ridruejo definió lo que el franquismo había hecho con la clase intelectual y científica.

La tarea del investigador no ha sido fácil; incluso los artículos aparecidos en prensa haciéndose eco de su trabajo han dado pie a que le lleguen algunas cartas "indignadas por remover el pasado". Y es que su conclusión hiere todavía ciertas sensibilidades y levanta ampollas: "La principal herencia (negativa) del franquismo no es la pérdida de centenares de intelectuales y científicos (por exilio, sanción, asesinato, porque la política pasa por encima de la ciencia, etc.), sino la entrada masiva de docentes por méritos políticos que durante 40 años tienen tiempo de borrar la memoria del pasado y crear una nueva tradición (no siempre mala ciertamente). Toda esa gente que ocupó un lugar por méritos políticos o militares, o sus discípulos o sus hijos, no están interesados en cuestionar el pasado".

Su labor no tiene más pretensión que la de arrojar luz sobre este capítulo de la Historia de España en que de la noche a la mañana se truncó (también) el decurso académico y sobrevino la politización de la institución, conscientes los insurgentes de la fuerza de la misma y de la necesidad, para consolidar su movimiento, de subvertir la mayoritaria corriente republicana de izquierdas patente en Sevilla mediados los años 30. Así lo constata Jaume Claret, quien destaca "el papel destacado del Obispado y la Universidad de Sevilla mediante apoyo material y humano, doctrina y propaganda". Ejemplos hay muchos. Basta con querer reconstruir los acontecimientos, y ha habido intentos, escasos, desde el seno de la Hispalense, como el volumen colectivo Universidad y poder. Problemas históricos (1993), coordinado por la Catedrática de Historia de la Educación María Nieves Gómez García. Claret, durante su investigación, ha tenido que ser discreto y diestro en el trato con la gente clave para vencer recelos. "En Sevilla especialmente. En Granada, en cambio, se está recuperando poco a poco la memoria".

Uno de los primeros damnificados tras el inicio de la Guerra Civil fue el hasta entonces rector, el cordobés Francisco Candil Calvo, nombrado en 1934 y cesado el 14 de agosto de 1936 en favor del catedrático y hasta entonces decano de Ciencias José Mariano Mota Salado, de 69 años y vinculado a la CEDA, a cuyo nombre aún se rinde tributo con el nombre de un colegio en San Jerónimo, una muestra más de la ignorancia reinante sobre lo que acaeció en aquellos movidos años. Y más aún: Candil Calvo pudo dar gracias a que no fructificó la idea del teniente coronel de la Guardia Civil Bruno Ibáñez, quien pocos días después del levantamiento decretaba su fusilamiento, como cuenta Cuenca Toribio. Por fortuna –no la tuvieron los rectores de Granada y Oviedo–, pudo contarlo a su regreso a su Priego de Córdoba natal, eso sí, ya como guardia cívico.

Por el contrario, Mota Salado "garantizaba la adhesión al nuevo régimen desde el principio". Jaume Claret ha entresacado de los archivos algunas de sus alocuciones en las que no deja lugar a dudas de su filiación –"España necesitaba esta sacudida para que despertara del letargo"; "la Universidad está dando gran ejemplo de abnegación y sacrificio de los alumnos: muchos morirán con gloria, otros trocarán los libros por las armas"–.

La purga no se hizo esperar. Como expone Claret, "la represión siempre iba por delante de la justicia y se limitaba a intentar justificar los excesos cometidos". Se empezaron a pedir informes sobre los antecedentes y la conducta política y moral del profesorado del distrito universitario, que entonces abarcaba las provincias de Sevilla, Córdoba, Huelva, Cádiz y Badajoz. "Sobre esta base, el rector propone la suspensión de trabajo y sueldo o la destitución como directores de centros educativos a aquellos docentes de conducta antipatriótica o amoral", refiere el investigador.

Las primeras solicitudes de suspensiones indefinidas fueron para el catedrático Juan María Aguilar Calvo (por haber sido diputado por Izquierda Republicana; y los de Derecho Manuel Martínez Pedroso (diputado del PSOE de Ceuta al que se le llegó a incautar su biblioteca y cuyo nombre no sería rehabilitado hasta 1982, casi 30 años después de su muerte en el exilio); Rafael de Pina Millán, diputado por Unión Republicana; y José Quero Molares, de quien se decía que pertenecía a la izquierda catalana. Pero hubo más (Felipe González Vicén, de Derecho; el afamado estudioso del Carambolo Juan de Mata Carriazo; Pedro de Castro Barea de Ciencias, uno de los tantos que fueron víctima de delación; José Cruz Auñón, de Medicina, ese "enemigo público de la Iglesia y de la Patria"...), quedando en evidencia a la hora de cribar "el carácter determinante de la ideología por encima de la actividad puramente académica", refiere Claret.

Todo valía para calibrar su pureza, desde el divorcio (en el caso del catedrático de Ginecología Luis Recasens Serrano, que no fue rehabilitado hasta 1946) a las presuntas faltas de moralidad familiar. Y aprovechando la coyuntura, hubo quien dio el salto de universidad (el catedrático de Derecho Ignacio de Casso Romero o el conocido historiador del arte Diego Angulo Íñiguez, que recalaron en Madrid).

El apoyo del claustro era total a la causa nacional: los de Medicina en hospitales, los de Física y Química en servicios químicos de guerra, balística, y así sucesivamente. "Al final de la guerra y ante la perspectiva de retomar la actividad académica, la adhesión entusiasta no puede esconder la precariedad docente". El daño ya estaba hecho.

*Fuente: Diario de Sevilla. 26 de abril de 2005