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Jugando a niños con Franco

PILAR RAHOLA

Podría haber dicho que sí. Al fin y al cabo, como buena posmoderna, estoy enganchada a la enorme capacidad de seducción, espectáculo y comunicación que permite la televisión. Y, como bien se sabe, no le he hecho ascos a algún que otro programa tipificado, por las mentes progres bienpensantes, de poco recomendable. Diré más: me he divertido muchísimo. Aunque menos se deben de saber las tantísimas veces que una dice no, porque no le viene en gana, porque no le gusta el tema, porque está mejor bajo una palmera o porque la única materia sagrada, la personal, es la que quieren poner a la palestra. Y con las cosas del querer, servidora, no juega. Esta vez he dicho no por los compañeros de mesa. Me planteaban un debate sobre el franquismo en uno de esos programas de primera línea de fuego nocturno, y todo se conjuraba a favor de ir: el calendario y su tozuda tendencia a la efemérides; la convicción de que un minuto de televisión, dedicado a explicar lo que fue aquello, es un minuto de oro en estos tiempos de magnífica mala memoria. El presentador, al que me une tanto cariño y complicidad. Todo, menos la mesa... Se me ocurren todos los candidatos posibles a debate, desde historiadores de cátedra en pecho, hasta chicas de la calle con opinión; desde famosos warholianos, hasta gente que lleva toda la vida en los mundanales escenarios. A diferencia de algunos de la élite intelectual, cuya pedantería no les permite rebajarse hasta el duro asfalto, yo no le hago ascos a debatir con todos los pelajes que tengan algo que decirme. Pero hay un pero. Siempre hay límites a la libertad de todo, y de la misma forma que los derechos son tan grandes que tienen deberes, la libertad también es esclava de las responsabilidades que implica. Al grano. El debate era dos a dos, dos personas críticas con el franquismo y dos defensores. ¿Defensores? Sin duda, ¿o vamos a descubrir aquí los miles de ciudadanos que proyectan una mirada amable hacía el franquismo, algunos catalanes hasta la médula? Pero no se trataba de eso. Se trataba de debatir con dos franquistas de verdad, dos de mano alzada, extrema derecha en las cloacas del alma y voluntad de pervertir lo que la democracia significa. Uno de ellos se dedica, a día completo, a llenar el cerebro de jóvenes despistados de auténtica mierda fascista. Mi querida Mercedes Milá lo enseñaba, el otro día, en su diario-denuncia. Es decir, que dos demócratas teníamos que debatir, sobre Franco, con dos personajes que aman la violencia, que luchan por inculcar la xenofobia, el racismo y la intolerancia y que defienden las dictaduras que asesinan, torturan y oprimen. De igual a igual, democracia y fascismo. Como si fuera un juego, el juego rutilante e inocente de la televisión.

Dediqué mi momento de recordatorio para Carles Rahola, que tuvo la suerte de ser el primer condenado a muerte en una farsa judicial. Antes que a él, el régimen había matado a centenares en los Campos de la Bota de la maldad anónima. Carles era uno de esos extraños hombres buenos cuyo asesinato tipifica la brutalidad de un régimen feroz. Familiar mío, representa para mí la metáfora de los miles de familiares de todos nosotros que fueron asesinados con total impunidad. Nunca, nunca me sentaré al lado de alguien que defienda esos crímenes. Nunca me sentaré al lado de un fascista. Como dije a los responsables del programa, a los fascistas no quiero convencerlos, quiero vencerlos y, si corresponde, encarcelarlos.

Todo ello me lleva a una reflexión que va más allá del pobre anecdotario personal aquí relatado: la frivolidad con que miramos aquella época feroz. Lo peor de la desmemoria, lo peor de estos años de trabajar concienzudamente el olvido es que hemos proyectado una especie de ternura histórica, y, abrumados por nuestra responsabilidad de víctimas, hemos confundido el silencio estratégico con la amnesia. En nuestro perdón a los verdugos, hemos traicionado el respeto a las víctimas. Y por ese camino indigno, todo vale, todo parece menos malo, todo fue como si nada pasara. Es el Cuéntame de estos tiempos nihilistas, en los que Franco sólo era un ruido en el Nodo de nuestra infancia de tiza y reyes godos. Lo de Melilla y la estatua del tirano retornada a su insolencia pública es más de lo mismo. Los hay que dicen que Franco forma parte de la historia, y que no se puede borrar la historia. ¡Tamaña imbecilidad! Claro que forma parte de la historia, de la peor, de la malvada, de la que violentó, masacró, destruyó culturas, encarceló esperanzas y ni al final, en su agonía, dejó de matar. Y porque forma parte de esa historia del mal, sus estatuas no son un tributo al pasado, sino un insulto a la dignidad de las víctimas. ¿Sería posible este debate en Italia con Mussolini? ¿Sería imaginable en Alemania con Hitler? Los países serios no juegan con la memoria de sus dictadores, ni dan micrófonos a los fascistas para que monten el espectáculo, ni minimizan el horror. Los países serios no banalizan sus miserias. Porque saben que el huevo que anida en el olvido se alimenta de esa banalización tanto como de la mentira. Si el mal no es tan malo, el mal es posible.

Han pasado 30 años y aún estamos ahí, con la momia paseándose por calles de España y la mitad de la susodicha considerando que no pasa nada. Realmente, así entre nosotros, ahora que no nos oye nadie, ¿de verdad que hicimos bien esto de la transición? Porque hay días que no lo parece...

www.pilarrahola.com

*Fuente: El País, 19 de noviembre de 2005