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La lucidez del testigo

ENRIQUETA ANTOLÍN

Será casualidad, pero no lo parece: el día 16 de marzo de 1906 nació en Granada Francisco Ayala, y aún no había cumplido los tres meses de edad cuando un anarquista lanzó una bomba al paso del cortejo de la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg. Los reyes salieron indemnes del atentado, como es bien sabido. Pero aquella violencia pudo ser el presagio de que la vida del recién nacido sería tan agitada como la historia del siglo XX que acabamos de dejar atrás.

Veamos: cuando estalla en Europa la Primera Guerra Mundial, el niño de ocho años asiste perplejo a las discusiones entre germanófilos y aliadófilos, misteriosa divergencia que afecta incluso -y el muchacho lo percibe- a sus propios familiares. Muchos años después, ya anciano y famoso, Ayala lo rememorará en sus Recuerdos y olvidos, ese extraordinario libro de memorias y desmemorias: pura literatura. De aquellos días le viene, quizá, ese vivísimo interés por todo lo que es humano: por lo bueno -esa madre adorada, el padre y los hermanos, los amigos, el arte, los libros, la música, la filosofía, el cine, la radio, la televisión y hasta la informática y el ordenador...- y también por todo lo malo de lo que pueden ser capaces los hombres: el odio, la mala fe, la cobardía, la traición y toda la inconmensurable y estúpida crueldad.

De lo bueno aprenderá pronto a hacer acopio para poder subsistir cuando llegue lo malo. Su curiosidad infinita le ayudará a interesarse incluso por aquello que en principio rechaza. Así le pasó con Madrid, cuando en 1921 su familia se trasladó a la capital idealizada por su fantasía adolescente; tremenda decepción que no tardaría en transformar en ese entusiasmo que aún perdura. En 1923, el bachiller ingresa en la Universidad para cursar las carreras de Derecho y Filosofía y Letras. Y mientras los periódicos hablan de realidades inquietantes -Mussolini y fascismo en Italia; golpe de Estado y dictadura de Primo de Rivera en España, por ejemplo-, quien ya para entonces ha decidido ser escritor, escribe. Y dos años más tarde -con solo diecinueve- aparece su primera novela: Tragicomedia de un hombre sin espíritu.

La década que sigue a ese primer triunfo no le trajo sin embargo las alegrías que cabría esperar. Ya licenciado en Derecho -abandonó Filosofía y Letras-, sigue escribiendo y publicando: Historia de un amanecer, El boxeador y un ángel (primera incursión en el vanguardismo), Indagación del cinema... Tras este lúcido ensayo sobre un arte nuevo que le interesó y le sigue interesando, su desolado relato Erika ante el invierno, en 1930, y Cazador en el alba presagian las tragedias venideras. Pero Francisco Ayala (que es todavía muy joven) se esfuerza en llevar una vida normal, a pesar de que es consciente del tifón que se avecina. Así, disfruta de una beca en Alemania mientras en España cae Primo de Rivera; y el mismo año de 1931 en que se proclama de II República y Alfonso XIII abandona el país, Ayala regresa a Berlín para casarse con Etelvina Silva. De nuevo, en España, se doctora y ejerce como catedrático en la Universidad de Madrid. Lejos ya de la ficción, publica El derecho social en la constitución de la República y, mientras a su alrededor crecen las brumas -fundación de la fascista Falange Española; auge del nazismo y subida de Hitler al poder-, nace la que será su única hija: Nina. En 1935 muere su madre. Un año más tarde se declara la Guerra Civil y el escritor, que en esos días viaja por Latinoamérica con su mujer y su hija, regresa a España, exponiendo su vida, para ponerse, como funcionario público, al servicio del Gobierno de la República. El aviso que recibe de que al llegar el barco en el que viaja con su familia al puerto de Lisboa será entregado a las autoridades portuguesas, afines a los militares traidores, y su decisión de utilizar contra los suyos y contra él mismo la pistola que porta, antes que dejarse apresar, es uno más de los terribles episodios que le tocará vivir como consecuencia de su sentido del deber. Así, y durante los tres sangrientos años siguientes, verá fusilar a su hermano Rafael, de 17 años, por desertor del ejército de los sublevados; encarcelar y asesinar a su padre en una "saca" de presos; desaparecer durante meses a sus hermanos menores, a los que sólo conseguirá recuperar acabada la contienda...

La derrota de la España democrática y la instauración de la que sería larguísima y dura dictadura franquista le obligará en 1939 a marchar al exilio. Detrás deja el dolor de una familia destruida y el espanto del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, pero, en contraposición de muchos de los intelectuales españoles que compartieron con él la experiencia del exilio, él no se permitió la desesperación. "Cuando nos fuimos rumbo a América, pensé que nunca más regresaría, por eso decidí rehacer mi vida sin alentar vanas ilusiones", ha confesado en alguna ocasión. Vivirá en diversos países de Latinoamérica. En Argentina, "mi Buenos Aires querido", suele decir, se sintió muy a gusto. Allí retoma de nuevo lo que, en sus palabras, es su verdadera vocación: la literatura. Pero vivir de la literatura no es fácil. "Con la literatura no se hace nadie rico. Los que dicen que ganan dinero con la literatura mienten. Se gana dinero con la falsificación de la literatura", me respondió cuando le entrevistaba para mi libro Ayala sin olvidos. Él narra "por el puro placer de narrar, de darle forma a algo que para mí tiene un sentido susceptible de ser comunicado a otros". En Buenos Aires nació El hechizado, un relato del que Borges, con quien tuvo una buena amistad, dijo: "Por su economía, por su invención, por la dignidad de su idioma, El hechizado es uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas". Las posteriores novelas: Los usurpadores y La cabeza del cordero serán entendidas siempre -y él no niega que lo sean- como críticas feroces contra las dictaduras en general... y contra la dictadura franquista en particular.

Siempre fiel a sus ideas, Ayala abandona Argentina cuando en el país triunfa el peronismo, al que, sin pelos en la lengua, califica de "régimen demagógico y abyecto; la dictadura de la chabacanería pretenciosa". En vista de lo cual se instala en Puerto Rico, funda la revista La Torre, da clases y sigue escribiendo hasta que, en 1956, se traslada a Estados Unidos, donde ejercerá como profesor universitario y culminará alguna de sus obras más leídas... y discutidas: Muertes de perro y El fondo del vaso. Ya es un escritor reconocido, pero en España se le sigue ignorando. No volverá a pisar tierra española hasta 1960, "y no para ser visto, sino para ver". No se quedará aquí definitivamente hasta que, muerto Franco, vuelva a España la democracia.

A veces, en las reuniones de amigos en el salón de su casa, Ayala nos confiesa que no lamenta esos largos años vividos en otros países. Sabe de sobra que no podía elegir entre irse o quedarse en la España de la posguerra (si se hubiera quedado, no estaría vivo para contárnoslo), pero, puesto que se vio en esa circunstancia, ha sido muy capaz de aprovecharla. Hoy, con tanta vida dentro, persona con mayúscula y personaje histórico le guste o no, Ayala sigue prefiriendo hablar del presente mejor que del pasado. Respetuoso con quien es capaz de vencer sus miedos, es tolerante, sobrio y austero; desdeña la nostalgia y mantiene contra vientos y mareas su independencia de juicio, su interés insaciable por la vida y por la historia, el arte, las ciencias y la literatura de ayer y de ahora mismo. Mantiene intacto su humor socarrón, le gustan los inteligentes y los irónicos, desprecia a los embusteros, aprecia a los humildes, a los sensibles, a los tiernos y a los que se esmeran en hacer bien su trabajo; ama a los niños y a los animales. Admira, en fin, a los que son capaces de aprovechar cada hora y a los que, a pesar de todos los pesares, mantienen intacta su curiosidad intelectual.

Ésa es su semblanza. Pero es preferible no decírselo, porque se enfadaría.

*Fuente: El País, 4 de agosto de 2005

 

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