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A la espera Rafael Segovia

Proceso Distrito Federal

El pontificado de Juan Pablo II, victorioso cuando en Polonia se enfrentó con el régimen comunista y se lanzó con todo cuanto tenía a favor de Lech Walesa, parece estar en sus últimos momentos, no de gloria, sino de lucha desesperada por mantener una influencia que disminuye día tras día. Sus baluartes están reducidos al mínimo, no tanto por extensión territorial como por falta de aceptación, incluso en lo que han sido conquistas históricas o han sido vistas como tales. Intenta el Vaticano mantenerlas contra viento y marea. No tanto contra una tempestad, sino contra la indiferencia, el lento declinar de su papel, el abandono de sus creencias. La Iglesia romana es la imagen de su cabeza, la de un anciano manejado por una corte de intrigantes, usurpadores de un pasado remoto y reciente, desconfiados incluso de sí mismos.

Estos hombres han hecho de España la primera y quizás la última línea de defensa. Confiados en el triunfo permanente del Partido Popular, la victoria de los socialistas los ha sumido en el desconcierto. Habiéndose impuesto durante los estertores del gobierno de Aznar en materia educativa, decidieron seguir adelante con la defensa de sus privilegios amparándose en una imaginación procedente del franquismo final. Ante las investigaciones que muestran un abandono progresivo del mundo construido durante siglos, templado por combates feroces en Europa, con una sorprendente y admirable capacidad de adaptación a los cambios del poder político y a veces del espiritual, supone esta curia que la lucha es hoy la misma de hace 300 años o, si se quiere, de hace 50. No pueden o no quieren entender la revolución científica, social, cultural, sexual, artística, los cambios en la vida cotidiana aparecidos al margen de la vida religiosa y de los principios y doctrina de la Iglesia. Estos cambios se han dado también en España, como en todo el mundo, aunque, bien pensado, no se han dado en todo el mundo. Han aparecido en el mundo occidental, sobre todo en Europa occidental y en América del Norte, y no se han impuesto en todo el cuerpo social, sino en los grupos privilegiados de las naciones europeas y norteamericanas, lo que añade connotaciones bastante preocupantes para Roma, que han determinado su política actual.

La Iglesia católica es una institución de masas. Necesita, está concebida para ser universal, como su nombre indica. Las masas, desde el siglo XIX, se han hecho presentes; nuevo problema, no de evangelización, sino doctrinario, por la desconfianza tradicional de la Iglesia en las élites, sobre todo en las intelectuales, cuando se sumaron a los movimientos de izquierda y laicos, donde originaron los peores conflictos. Después del pontificado de Juan XXIII, de la transición de Pablo VI, del misterio de Juan Pablo I, la reacción ha sido Juan Pablo II. Apoyado en un principio por la guerra fría, y ganada ésta, la reacción de Juan Pablo II ha quedado en eso, en una pura reacción en torno a la cual se han asociado los grupos añorantes de los gobiernos y sociedades autoritarios, globalizadores, con piel de cordero democrático. Ante la caída del PP en el terreno electoral, su ala más conservadora y más añorante del franquismo ha aceptado su papel de trinchera; el episcopado español ha asumido la dirección de las operaciones. Lo ha hecho con una violencia inesperada, como mártires y suicidas, numantinos en apariencia, neofranquistas en el fondo. Su discurso es el de los años de la guerra civil, el de los cruzados de la causa.

Hay una Europa del sur y una Europa del este. En ambas se encuentran naciones católicas como Polonia, España e Italia, que no son países centrales ni en riqueza ni en ciencia ni en política. Su esfuerzo por liberarse de un pasado cercano, de una cultura salida de su tradición religiosa, no ha llevado a un conflicto abierto por no haber una geografía política --más exactamente, de la política-- análoga a la de los años 30 del siglo XX. Pero quedan remanentes: neonazis, neofascistas y neofranquistas, pendientes de una hábil explotación de las debilidades de los regímenes democráticos. En el caso de España, el neofranquismo no domina plenamente, pero encuentra un apoyo abierto en el autoritarismo de Aznar, de Esperanza Aguirre y de Aceves, con las diferencias siempre presentes entre el autoritarismo post Segunda Guerra Mundial y la Iglesia católica. Dado que en Europa un sistema abiertamente autoritario encontraría un rechazo absoluto de los países centrales, no le queda sino inventarse una doctrina en principio y con principios democráticos y un fondo autoritario montado en un tradicionalismo religioso. La relación funciona hasta encontrarse con la política nueva, la de la nueva cultura europea.

Los ataques de violencia absurda contra el gobierno español no hubieran sido soportados sin una réplica de sentido contrario, pero de igual intensidad, por el gobierno francés, defensor incondicional y siempre alerta del laicismo. Da lo mismo que el problema sea planteado por los musulmanes, los católicos o los protestantes. Sólo los musulmanes franceses no asimilados o los católicos de extrema derecha se atreven a enfrentarse con lo que en Francia se llama la República, cuerpo doctrinal donde se mezclan el régimen político, la escuela laica y obligatoria, la defensa de una cultura también laica y una rigurosa separación de la Iglesia y el Estado. Desde 1875, nadie se ha atrevido –excepto durante la ocupación alemana-- a desafiar esos principios.

Si la Contrarreforma se apoyó en la Compañía de Jesús, que se mantuvo como faro y guía del más extremo conservadurismo católico hasta fechas muy recientes, en el nuevo mundo surgido de la derrota del nazismo se confirman nuevas órdenes, ajenas a las tradicionales, como el Opus Dei, orientado sin tapujos hacia las capas sociales dueñas del dinero o de partes selectas de las profesiones liberales, manifestando un respeto inconmovible por la organización social más conservadora del orden establecido; pese a las limitaciones culturales de su fundador –léase Camino, su única obra conocida—, puede conectar con una clase media superior, desconcentrada por la derrota del fascismo. Se mantiene y desarrolla bajo el amparo de Franco y lanza tímidos tentáculos hacia los países de la Europa de los Seis, antes de mirar hacia Estados Unidos y a esta parte de América. Con la llegada de Juan Pablo II empieza y consigue la colonización del Vaticano. Enemigos no le faltan al Opus, que busca siempre limitar los conflictos a espacios civilizados: es por completo ajeno a lo que fue la violencia jesuítica o dominica.

La Iglesia romana no cae en éxtasis cuando alguien, así alcance la santidad en el futuro, le propone la fundación de una orden religiosa. Puede autorizarlo a emprender la tarea, y sólo cuando se presentan pruebas de éxito empiezan los reconocimientos públicos. Así lo haría Juan Pablo II. El Opus Dei, fundado en 1928, no tuvo un reconocimiento pleno sino cuando este Papa le hizo una prelatura personal. Por otro lado, las antipatías de las órdenes entre sí se convierten en odios furibundos que llegan a agresiones físicas por interpósitas personas. No son un misterio las relaciones entre la orden fundada por Escrivá de Balaguer y la de Marcial Maciel, la legión de Cristo.

Una es de origen español y la otra es mexicana, aunque ésta encontró un terreno fértil para su crecimiento en España. Nada realmente comparable entre ellas, excepto por el hecho de que son católicas y están enfocadas hacia el mismo objetivo, además de tener un modo de actuación bastante parecido. Pero si comparten el mismo campo de actividad, el de reclutamiento es completamente diferente.

El Opus no puede esconder ciertos pujos aristocratizantes, evidentes en los cargos públicos y privados alcanzados en el franquismo, donde se presentaron como tecnócratas y salvadores de la economía española, encerrada en una autarquía imposible de defender, condenada por Europa y por la civilización moderna y, más que moderna, contemporánea. Se permitió a las turistas enseñar sus encantos en las playas, protegidas por la guardia civil de la represión sexual de 40 años de la Iglesia. Su fama de reformadores y modernizadores los propuso como continuadores de un franquismo sin el dictador. Esta pretensión no tardó en encontrar opositores, que ahora se manifiestan a la luz del sol. Son los legionarios de Cristo.

Fueron conocidos por sus colegios y su padre fundador, Marcial Maciel. Los colegios llegaron a construir una universidad privada, la Anáhuac, como la mayoría de las privadas que infectan la superficie del Distrito Federal; de segundo orden, pero fuente de muy sustanciales ingresos. Como casi todas también, su base fundamental es la administración de negocios –lo cual no la distingue del Opus Dei y sus panamericanos y panamericanas de todos tipos y colores—, además de una serie de diplomados que van hasta la repostería y artes afines, seguro homenaje a uno de sus más conspicuos protectores.

Los legionarios se han visto obligados a soportar una carga temible, de la que sólo se han podido librar en los últimos días, cuando Marcial Maciel no fue reelegido presidente de la orden. Su caso se antoja único en los anales de la Iglesia.

Marcial Maciel fue acusado de pederasta y suspendido a divinis. Reinstalado por Juan Pablo II, su caso no se confunde con el azote que barrió la Iglesia estadunidense, hasta el grado de situarla en una condición económica imposible. No ha sido el caso de los legionarios de Cristo. Éstos se han visto obligados a enfrentar un problema de imagen pública, como consecuencia de la conducta de Maciel. Ante los cambios inevitables que se aproximan en el Vaticano dada la edad del Papa, los legionarios tuvieron que enfrentarse y, en la medida de lo posible, anticiparse a una nueva realidad, donde la disputa por el poder va a ser de una dureza brutal. *Fuente: El Diario, Cd. Juárez, Chih., México 6 de febrero de 2005

*Fuente: http://www.diario.com.mx/