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Sobrevivir al campo de concentración

XIMO BOSCH - Juez

Francisco Aura acostumbra a repetir que tuvo mucha suerte. Este alcoyano superviviente del campo de Mauthausen sufrió palizas y vejaciones, fue sometido a un proceso de deshumanización en el que su nombre se transformó en un número adosado a un triángulo azul, vio expirar periódicamente entre sufrimientos terribles a la mayoría de compatriotas que lo habían acompañado a aquel infierno en vagones malolientes de ganado, todos apretujados en un viaje de tres días sin apenas comida ni agua. No obstante, un azar imprevisible permitió a unos pocos la salvación. Aunque a la fortuna se debe añadir, como señala Primo Levi, unas ansias tenaces de seguir viviendo con el objetivo concreto de poder explicar los hechos presenciados, con la voluntad de convertirse en testimonios de aquella catástrofe de la civilización.

La amnesia oficial sobre los miles de republicanos españoles que perdieron su vida en los campos nazis se perpetúa como una de las asignaturas pendientes de nuestra democracia. Recientemente, diversas entidades han requerido la mediación de Kofi Annan, secretario general de la ONU, para que se reconozca institucionalmente a las víctimas del único país europeo que todavía las sigue ignorando, con la paradoja añadida de que los supervivientes que no quisieron retornar a nuestro país y se nacionalizaron franceses o austríacos sí que recibieron los honores de aquellos gobiernos. En este sentido, produce cierta vergüenza ajena escuchar manifestaciones como que todas estas historias pertenecen al pasado y resulta preferible olvidarlas. El respeto a las víctimas, como sabía Jean Améry, impide que el transcurso del tiempo permita aplanar las montañas de cadáveres. Francisco Aura me cuenta que le siguen asaltando las pesadillas por la noche, que la existencia sufre una mutación tras observar cómo un oficial de las SS con la mano enguantada puede liquidar a golpes a otros semejantes por puro placer, que no consigue desalojar de su mente la mirada extraviada de seres humanos que caminan hacia el fin con aspecto de simples esqueletos recubiertos de pellejo. Y, en efecto, la única salvación posible de las víctimas, en palabras de Habermas, es el recuerdo posterior de lo que allí sucedió. No se pueden olvidar tan fácilmente los crímenes de aquellos alemanes fanáticamente convencidos de su ilusoria superioridad racial, que llamaban infrahumanos a los polacos, rusos o españoles, no se puede olvidar tan pronto el gaseamiento con hidruro de cianuro de millones de judíos, gitanos o disidentes políticos, ni los montruosos experimentos médicos en los que se utilizaba a menores como cobayas y se ponía la ciencia al servicio de la barbarie.

Además, supone una engañosa falta de perspectiva asegurar que estos horrores han quedado superados: las actuaciones de limpieza étnica y las masacres genocidas perpetradas durante los últimos lustros muestran lo contrario. Asimismo, el horizonte del futuro inmediato no parece precisamente alentador, si observamos cómo se van hundiendo concepciones esperanzadoras que surgieron durante la posguerra europea, al amparo de iniciativas como la Declaración Universal de Derechos Humanos o la constitución de tribunales internacionales como el de Nüremberg. En nuestra época, la construcción del muro de Cisjordania recuerda demasiado a la del guetto de Varsovia, el confinamiento de Guantánamo implica un alarmante retorno a la derogación de la idea de dignidad humana y las imágenes de americanos sonrientes mientras torturan a detenidos son casi idénticas a las de los soldados alemanes que se dedicaban a maltratar y asesinar judíos para volver a casa con fotografías de recuerdo. Por otro lado, las tímidas tentativas de configurar una jurisdicción penal internacional han naufragado ante las agresiones fácticas que han supuesto el regreso de la ley del más fuerte o el uso de nociones tan poco novedosas como la de guerra preventiva: cualquier estudioso del fenómeno bélico sabe que todos los ataques militares, incluida la guerra de Hitler, se han iniciado siempre bajo el pretexto de exigencias defensivas. Y, en el terreno de los valores humanitarios, hemos podido constatar la insensibilidad de aquéllos que no parecen inmutarse ante el bombardeo de niños, ancianos y otros civiles inocentes, indiferencia sobre el presente exhibida a menudo por los mismos que afirman sin rubor la conveniencia de esconder el pasado.

Miles de republicanos españoles perecieron en los campos de exterminio y entre ellos hubo valencianos de todas nuestras comarcas, dato relevante para quienes consideren que aquello no tuvo relación con nosotros. Se trata de una realidad socialmente ignorada y, en consecuencia, responde al axioma de que resulta imposible olvidar lo que no se conoce. Por ello, Reyes Mate nos recuerda que el olvido es el equivalente de la injusticia, frente a la memoria y el conocimiento de la verdad que son sinónimos de justicia. En las próximas semanas se cumplirán sesenta años desde la liberación del campo de Mauthausen y, desde entonces, Francisco Aura y los demás supervivientes continúan aguardando un reconocimento oficial más que justificado. Creo que todos coincidiremos en que ese homenaje se debería otorgar sin la intervención de ningún organismo de la ONU, la cual evidenciaría aún más nuestra mezquindad como país ante un deber incumplido. Evidentemente, sería deseable que surgiera desde la conciencia de nuestras instituciones democráticas, desde el respeto a las víctimas que agonizaron con dolor defendiendo una Europa de libertades y desde nuestra gratitud a los supervivientes por sus ineludibles aportaciones como testigos de aquellas atrocidades, por sus advertencias al futuro ante el peligro siempre presente de que vuelvan a repetirse.

*Fuente : Levante - Edición digital n. 2630. 5 de Febrero de 2005